No se
me olvidará esa noche del cinco de abril que llovía a cántaros, y que nos
embutimos en un pequeño coche azul, con los calcetines calados y un único paraguas
chorreando. Me había cortado el pelo y estrenaba un pantalón color
crema. Me regalasteis un ramo de fresias que dejé en el salpicadero, y pusimos
rumbo al mar. El limpia escupía agua y los relámpagos eran de infarto. Yo
miraba al cielo y pensaba, mira que si nos matamos el día de mi cumpleaños por
un capricho de la menda, menuda panda de huérfanos vamos a dejar. A pesar de
todo, llegamos a ese chiringuito de playa, y comimos mejillones y tomamos vino
blanco bajo un techo de uralita y caña. El chaparrón que caía fuera nos
obligaba a alzar la voz. Pero estábamos a cubierto, y juntas, en una noche de
miércoles. Y al salir no llovía ya, y nos sentamos en un banco mojado, enfrente
de la playa, para fumar un cigarrillo y planear las vacaciones. Y me acuerdo
que sobre el negro mar destellaban las luces de algunos barcos y las farolas
del puerto. Y me acuerdo del frío en los pies y de la felicidad.
Tampoco
se me olvidará el día en que, con una botella de vino tinto metida en una bolsa
de deportes, nos montamos en un tren. Y nos sentamos al lado de un bombero. Una
estación solitaria era nuestro destino. Compramos en un pequeño supermercado,
cocinamos mientras tomábamos un aperitivo, hablamos de hijos, de maridos, de la
vida..., no sé, y nos reímos. Intentamos hacer una siesta con colchones tirados
en el salón; un fracaso de siesta pero un momentazo para confesiones y fotos. Y
nos probamos vestidos, nos maquillamos, hicimos vídeos bailando y cantando.
Hicimos lo mismo que hace veinte años, estar presentes y ser felices con nada,
o con todo. Regresamos a casa cuando ya había oscurecido, en furgoneta, despacito.
2 comentarios :
Qué preciosa historia, Caterina.
muchas gracias Montse! un abrazo
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