He hecho un trabajo para los chicos de Dorayaky. Dorayaky son unos bolsos maravillosos, y lo digo con conocimiento de causa. Pero Dorayaky también son gente buena y trabajadora. Su propuesta fue un regalo de los cielos. Y todo el cariño que he recibido por parte de ellos, un bálsamo para el alma.
Os dejo aquí el cuento que he escrito sobre la espera, que tiene perfume navideño e ilusión en los pequeños gestos, que al final son los más valientes.
La Espera
diciembre 2016
Antonia cruza el portal del número veinticuatro
de la calle Estepa. Levanta el pie de forma ligeramente exagerada, pues las
navidades pasadas tropezó con ese mismo escalón y tuvo que pasarlas en cama.
Carga con un capazo por el que asoma un apio que comparte espacio con unas
zanahorias, un paquete de macarrones, una botella de leche, unas lonchitas de
jamón para la cena y una caja envuelta en papel de finas rallas plateadas.
Dentro de la caja, una boina de lana gris marengo con un jaspeado blanco. Es
para Eusebio, su marido, que desde que murió su amigo José ya no tiene con
quién jugar al dominó y está triste, como callado. La guardará en el cajón de
las sábanas hasta la mañana de Navidad.
— ¿Qué tejes, Mercedes?
La portera, que está absorta
contando puntos, tiene entre las manos un jersey para el niño de la
farmacéutica. Antonia se acerca al mostrador y coge entre sus manos la
prenda a medio terminar. Hay que ver
Mercedes, si es que te sale perfecto el punto… Qué bonita la trenza, madre mía.
¡Menuda sorpresa le vas a dar a la farmacéutica! La portera sonríe. Es que se
me porta muy bien, Antonia, siempre me da caramelos de menta y muestras de
crema. Y sigue entrelazando lana e imaginándose al hermoso niño de la farmacéutica
bien abrigadito dentro de ese jersey que tantas horas de portería y radio le
está costando.
Agarrándose al pasamanos de roble,
Antonia sube la escalera poco a poco, cargando la cesta y su cuerpo tupido. Su paso por el principal despierta a Zafir, el
pequinés de Miguel, un escaparatista de renombre que es la alegría de la finca.
Zafir salta de su camita de terciopelo magenta y, como si no hubiese un mañana,
sale disparado hacia el pasillo, resbala por el parqué recién pulido y se estampa
contra la puerta, hecho que no le impide seguir con su papel de guardián del
castillo, dando saltos y ladridos como una fierecilla descontrolada. Esos
ladridos sacan de sus casillas al señor Ibáñez, el vecino del segundo, que se levanta
de la silla y refunfuñando se acerca al patio de luces:
— ¡Cállate ya, bicho!
Vuelve a la mesa, taciturno, pero no
tarda en relajarse, concentrado como está en su caligrafía oxidada. Encima de un paquete envuelto en papel marrón,
va copiando, letra a letra, la dirección de su hermano, que vive en Alemania.
La caja desprende un sutil olor a chocolate y yema quemada, son los turrones
que ha depositado con cuidado. Los ha comprado en la misma turronería donde los
compraba su madre cuando ellos eran unos chiquillos que compartían confidencias
y que no imaginaban los surcos que el futuro iba a cavar entre ellos. Junto a
los turrones, ha escrito cuatro palabras en una postal de Navidad que suelta
purpurina a cada movimiento. Son la última moda navideña, le había dicho la
estanquera zarandeando sus pendientes de latón. Ata la caja con cordel de
rafia, bien fuerte, y pasa sus manos de albañil jubilado por encima de ella,
como si quisiera decir algo para lo que no encuentra ni palabras ni tarjetones.
Un poco abatido, se sienta en el butacón. Cuando llegue Rosa iremos a correos,
piensa. Rosa es la chica ecuatoriana que por las mañanas lo acompaña a hacer
recados y le prepara la comida, y que justo en ese momento introduce la llave
en la cerradura. Llega cinco minutos tarde porqué se ha entretenido en la
librería comprando un regalo para su sobrina Ángela. No imaginaba que los
lápices de colores fueran tan caros, pero aun así, eligió la caja más grande:
una lata fina y larga con todo un arco iris dentro. Mañana tendrá que comer tortilla
en lugar de ternera, pero ver a la niña dibujando con los lápices entre sus
manitas de seda, bien lo vale.
Su ya estoy aquí señor Ibáñez, y su
portazo alegre suben hasta mi cocina, justo en el momento en el que saco la última
hornada de galletas. Tengo galletas esparcidas por todas partes. Hago pequeñas
torres de cinco, y las envuelvo en papel de estraza. Después les anudo un lazo
rojo. Estiro las puntas y puedo ver el rostro de Antonia cuando abra el buzón; o
a Miguel, con una copa de vino en la mesilla, compartiendo miguitas de galleta con
Zafir en su regazo. Y al señor Ibáñez, masticando junto a su vaso de leche, encogiendo
ligeramente el bigote para no soltar una sonrisa. Dejo las tijeras con cuidado y contemplo el
lío de papeles y cintas. No sé qué hacer con esta ilusión que me invade. Parece
como si no me cupiera en el cuerpo, y no se me ocurre dónde guardarla para que
no se desvanezca nunca.
1 comentario :
BONITO Y ENTRAÑABLE.
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