Hoy he salido de este hotel al que ahora ya llamo casa, y al
sentarme en el asiento de plástico naranja del metro me he dado cuenta de que
no había mirado el mapa, y que, encima, me había dejado sobre el escritorio la
libretita donde apunto todas las indicaciones para mis exploraciones. Y he
sonreído porqué ya no la necesitaba, sabía donde iba, y si no lo encontraba,
sabría como apañármelas.
Al llegar aquí tuve que hacer un esfuerzo para olvidar toda
la información que había engullido antes del viaje. Todas las lecturas y
recomendaciones han servido para ubicarme, para tener un imaginario de lo que
esto puede ser, pero una vez dentro de las tripas de la gran ciudad, lo mejor
ha sido frenar ese hambre voraz de verlo todo. Y lo mágico es que, cuando decides
no hacer nada de lo previsto, empieza a aparecer en el camino todo aquello que
esperabas. Un clásico, pero me cuesta aprender la lección.
Los primeros días tenía los gemelos a punto de estallar,
pues andaba lo imposible con tal de no coger el metro, ese deporte de riesgo en
New York. Desplazarme en metro por esta ciudad me hace estar en tensión
constante, y no por peligroso, sino porqué aunque crea que he seguido las
indicaciones correctas, siempre acabo en una dirección que no es, o en un tren
que justo no para donde, según mi lógica, debía parar. Al cuarto día le empecé
a pillar el tranquillo al tema, y ahora incluso soy capaz de leer alguna página
después de asegurarme de que voy bien encarrilada.
Lo que puedo decir que me sorprendió al primer vistazo, no
son los rascacielos, aunque también..., tienes que doblar tanto la nuca para verlos
que he decidido no usar las gafas de sol a modo de diadema, es un milagro que
hayan sobrevivido a tantas caídas. No, lo que más me sorprendió son los
colores. No sé porqué, pero por nada del mundo había imaginado una ciudad
tan llena de color. Y lo segundo que me dejó con la boca abierta son esas
montañas inmensas, como todo aquí, de bolsas de basura en medio de las
aceras…, si hay contenedores, yo no los he encontrado.
He visto a una chica montada sobre unos tacones imposibles,
andando con zancadas largas y veloces mientras hablaba por teléfono y comía un
arroz con curry (con tenedor!) en una de esas bandejitas de cartón. He visto un
transeúnte gritar con una rabia feroz a todo aquel que se le cruzaba por la
calle. Yo andaba detrás de él, y a cada grito me daba un susto de muerte. Los
increpados, ni tan siquiera pestañeaban. Me he comido un bocadillo de pastrami,
de infarto, en un plato grasiento y en un local donde no cabía ni una aguja,
compartiendo mesa con unos señores de Chicago que trabajaban para una empresa
de drones. Uno tenía familia en Madrid, y el otro era el tipo más alto que he
visto, y que veré, en mi vida. Muy majo, se reía y me decía, dame la cámara yo
tomo la foto por ti, que tengo mejor plano. He visto gente con la sonrisa
borrada, muy borrada, pero también subió en mi vagón el músico
más simpático del mundo que consiguió que los notantristes,
cantáramos con él. Y en Harlem, he escuchado ese inglés latino que me ha robado el corazón, que me ha parecido la cosa más dulce de oír y que me ha
hecho sonreír por una razón de identidad: mi torpe inglés suena muy parecido, y yo no tenía ni idea.
Esta mañana me he sentado en una de las sillitas de Bryant
Park y he sentido que había algo que se estaba calmando dentro de mi y que me
apetecía escribir un post desde esta ciudad inabarcable.
Bryant Park es de los más recomendados por la gente que ha
estado aquí. Queda en la trastienda de la biblioteca pública, y es un oasis rectangular,
envuelto de rascacielos que parecen una muralla. Hay otro parque que, bajo mi
percepción de forastera, también es una maravilla, Washington Square, pero no tienes la misma sensación de estar metido dentro de una cúpula de cristal que te da
el Bryant.
Me he sentado a eso de las once en una de las sillitas que hay
esparcidas por todo el parque, he sacado un zumo y un par de galletas de la
mochila, y he sentido un pinchacito de felicidad al constatar que finalmente el
sol de primavera se imponía. Alguien me dijo: siéntate allí, cierra los ojos, y
te llevarás el mejor recuerdo sonoro de la ciudad. Yo, que soy muy de picarme
para estas cosas, lo he hecho.
Voces y voces, la radio del puesto de cafés que me
quedaba a la espalda, un grupo de niños que pasan con sus maestras, golpes de
hierro de las obras, las hojas del periódico del señor que está junto a mi,
pasos en el caminito de arena… Voy atravesando capas, cada vez la oreja avanza
unos pasos más. El repiqueteo del surtidor que preside el parque, coches,
bocinas, los bomberos con su escandalosa sirena de feria,
el tráfico incansable, más voces, risas, una taladradora que hace temblar el
asfalto. De fondo, como un pedal constante, un rugido sin fin, mezcla de todas
estas pulsaciones. Un ronroneo, el ronroneo de Manhattan.
2 comentarios :
Por unos minutos recuerdo mi viaje a nueva york desde una islita de Japón. Y...viva los clásicos que se tienen que comprobar una y otra vez! Sigue disfrutando!
Por unos minutos recuerdo mi viaje a nueva york desde una islita de Japón. Y...viva los clásicos que se tienen que comprobar una y otra vez! Sigue disfrutando!
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