16.4.16

Mirada de Visitante

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Hoy he salido de este hotel al que ahora ya llamo casa, y al sentarme en el asiento de plástico naranja del metro me he dado cuenta de que no había mirado el mapa, y que, encima, me había dejado sobre el escritorio la libretita donde apunto todas las indicaciones para mis exploraciones. Y he sonreído porqué ya no la necesitaba, sabía donde iba, y si no lo encontraba, sabría como apañármelas.
Al llegar aquí tuve que hacer un esfuerzo para olvidar toda la información que había engullido antes del viaje. Todas las lecturas y recomendaciones han servido para ubicarme, para tener un imaginario de lo que esto puede ser, pero una vez dentro de las tripas de la gran ciudad, lo mejor ha sido frenar ese hambre voraz de verlo todo. Y lo mágico es que, cuando decides no hacer nada de lo previsto, empieza a aparecer en el camino todo aquello que esperabas. Un clásico, pero me cuesta aprender la lección.


Los primeros días tenía los gemelos a punto de estallar, pues andaba lo imposible con tal de no coger el metro, ese deporte de riesgo en New York. Desplazarme en metro por esta ciudad me hace estar en tensión constante, y no por peligroso, sino porqué aunque crea que he seguido las indicaciones correctas, siempre acabo en una dirección que no es, o en un tren que justo no para donde, según mi lógica, debía parar. Al cuarto día le empecé a pillar el tranquillo al tema, y ahora incluso soy capaz de leer alguna página después de asegurarme de que voy bien encarrilada. 

Lo que puedo decir que me sorprendió al primer vistazo, no son los rascacielos, aunque también..., tienes que doblar tanto la nuca para verlos que he decidido no usar las gafas de sol a modo de diadema, es un milagro que hayan sobrevivido a tantas caídas. No, lo que más me sorprendió son los colores. No sé porqué, pero por nada del mundo había imaginado una ciudad tan llena de color. Y lo segundo que me dejó con la boca abierta son esas montañas inmensas, como todo aquí, de bolsas de basura en medio de las aceras…, si hay contenedores, yo no los he encontrado.



He visto a una chica montada sobre unos tacones imposibles, andando con zancadas largas y veloces mientras hablaba por teléfono y comía un arroz con curry (con tenedor!) en una de esas bandejitas de cartón. He visto un transeúnte gritar con una rabia feroz a todo aquel que se le cruzaba por la calle. Yo andaba detrás de él, y a cada grito me daba un susto de muerte. Los increpados, ni tan siquiera pestañeaban. Me he comido un bocadillo de pastrami, de infarto, en un plato grasiento y en un local donde no cabía ni una aguja, compartiendo mesa con unos señores de Chicago que trabajaban para una empresa de drones. Uno tenía familia en Madrid, y el otro era el tipo más alto que he visto, y que veré, en mi vida. Muy majo, se reía y me decía, dame la cámara yo tomo la foto por ti, que tengo mejor plano. He visto gente con la sonrisa borrada, muy borrada, pero también subió en mi vagón el músico más simpático del mundo que consiguió que los notantristes, cantáramos con él. Y en Harlem, he escuchado ese inglés latino que me ha robado el corazón, que me ha parecido la cosa más dulce de oír y que me ha hecho sonreír por una razón de identidad: mi torpe inglés suena muy parecido, y yo no tenía ni idea.



Esta mañana me he sentado en una de las sillitas de Bryant Park y he sentido que había algo que se estaba calmando dentro de mi y que me apetecía escribir un post desde esta ciudad inabarcable.
Bryant Park es de los más recomendados por la gente que ha estado aquí. Queda en la trastienda de la biblioteca pública, y es un oasis rectangular, envuelto de rascacielos que parecen una muralla. Hay otro parque que, bajo mi percepción de forastera, también es una maravilla, Washington Square, pero no tienes la misma sensación de estar metido dentro de una cúpula de cristal que te da el Bryant.
Me he sentado a eso de las once en una de las sillitas que hay esparcidas por todo el parque, he sacado un zumo y un par de galletas de la mochila, y he sentido un pinchacito de felicidad al constatar que finalmente el sol de primavera se imponía. Alguien me dijo: siéntate allí, cierra los ojos, y te llevarás el mejor recuerdo sonoro de la ciudad. Yo, que soy muy de picarme para estas cosas, lo he hecho.
Voces y voces, la radio del puesto de cafés que me quedaba a la espalda, un grupo de niños que pasan con sus maestras, golpes de hierro de las obras, las hojas del periódico del señor que está junto a mi, pasos en el caminito de arena… Voy atravesando capas, cada vez la oreja avanza unos pasos más. El repiqueteo del surtidor que preside el parque, coches, bocinas, los bomberos con su escandalosa sirena de feria, el tráfico incansable, más voces, risas, una taladradora que hace temblar el asfalto. De fondo, como un pedal constante, un rugido sin fin, mezcla de todas estas pulsaciones. Un ronroneo, el ronroneo de Manhattan.

2 comentarios :

Olga O dijo...

Por unos minutos recuerdo mi viaje a nueva york desde una islita de Japón. Y...viva los clásicos que se tienen que comprobar una y otra vez! Sigue disfrutando!

Olga O dijo...

Por unos minutos recuerdo mi viaje a nueva york desde una islita de Japón. Y...viva los clásicos que se tienen que comprobar una y otra vez! Sigue disfrutando!