Salimos del metro en busca del recinto que alberga el museo de historia natural de París. Cruzamos una calle ancha y transitada. Al otro lado se encuentran los jardines, entramos por la que parece una puertecita secundaria y, a diez pasos, nos topamos con un edificio antiguo, aparentemente discreto, coronado por una cúpula. Me acerco a espiar por su puerta acristalda de bisagras chirriosas.... y no puedo evitar una exclamación y una emoción muy fuerte que me dilata las pupilas. Al fondo, tras unos controles de seguridad que parecen sacados de una ilustración de principios del siglo XX, se extiende un mar blanco de luces y sombras, un revoltijo de vitrinas, huesos y madera que desprenden la luz más bella de París.
Las horas pasadas en ese espectacular pavellón, las guardamos como un viaje dentro del mismo viaje.
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